viernes, 13 de junio de 2014


J. L. GONZÁLEZ QUIRÓS (12-06-2014)

Si, tal como está el mundo, se puede decir que cuando se elige un presidente en los EEUU, todos debiéramos participar, parece razonable suponer que todos los españoles nos jugamos mucho en el proceso de elección de un nuevo liderazgo en el PSOE. El caso es que no podremos elegir al sucesor de Obama, ni podremos hacer mucho por decidir entre los candidatos en juego para hacerse con el control del socialismo español, y, sin embargo, el resultado de esa elección nos afectará de manera decisiva.
EL PSOE ha sido el partido con mayor participación y responsabilidad política en las casi cuatro décadas que han transcurrido desde la muerte de Franco. En política puede pasar cualquier cosa, porque la historia, y el tiempo que la alimenta, todo lo mueve, pero parece difícil encontrar razones sólidas para que los que tienen la capacidad de elegir en el PSOE renuncien a desempeñar en el futuro el papel destacado y primordial que han tenido en el pasado.
A veces, grupos de ballenas se dirigen a una playa y mueren, pero no todas ni siempre. En la vida política también se pueden producir sesgos extraños, imprevisibles, y así han caído los imperios, se han derrumbado los sistemas o se han producido mutaciones que nadie veía venir. Hoy por hoy, lo razonable parece apostar porque las escasas decenas de protagonistas políticos que tienen en su mano determinar el futuro de ese partido no hagan nada que pueda poner en cuestión un negocio político de tan buen rendimiento.
Un nuevo González o un nuevo Zapatero
La lógica y la política no son, sin embargo, parientes cercanos. Este partido, viejo por segunda vez, puesto que el primer PSOE murió con la guerra civil y el de ahora es fruto de un injerto que ya peina canas, realizó una apuesta con Rodríguez Zapatero cuyos resultados pueden evaluarse con meridiana claridad una década después. Ello llevaría a suponer que los socialistas deban elegir entre un nuevo Felipe González, visto que no parece servirles un viejo Rubalcaba, o un nuevo contador de nubes.
He de manifestar que no pertenezco al amplio grupo de españoles que consideran al segundo presidente socialista como un desastre sin paliativos, y no soy de ese grupo porque creo que lo que resultó desastroso, para España y para su partido, no fue la persona sino su política.

Zapatero ha sido seguramente el político más decidido de la democracia española, y no, desde luego, el menos ambicioso: y ambas cualidades constituyen virtudes políticas importantes, pero de nada sirve ser un buen político si se convence de que debe ejecutar un programa disparatado. Zapatero fue posible porque se dejó llevar de una convicción que heredó de otros: la absurda sospecha de que algo marcha mal en una democracia si gana la derecha. Esa idea tuvo amplia acogida en el felipismo, pero parecía que la derecha jamás llegaría a ganar.
Cuando Aznar desmintió una profecía tan inverosímil, los socialistas no supieron aceptar de buen grado su destituibilidad, pese a haber dado tantos motivos para ello, y empezaron a preguntarse cómo corregir un sistema tan defectuoso, capaz de acoger una anomalía tan contraria a la razón como un triunfo democrático de la derecha.
Zapatero heredó esa suposición y se puso a corregirla con ahínco y celeridad. Se olvidó de que no era lógico suponer que su victoria inaugurara una época inacabable de vacas gordas, prescindió de las cuentas y de las reformas, y nos condujo hasta la crisis más desesperante de la historia española. La gran paradoja que resultó de aquello es que un político empeñado en sacar a la derecha del campo de juego otorgó al PP de Mariano Rajoy una mayoría política que habría sido impensable en cualquier otro momento.
Dos flancos
Sostener que las ideas son más importantes que las personas, al tiempo que se habla de Rajoy, no es la mayor muestra de coherencia que puede dar un analista político, pero me redimiré de tal reproche, afirmado que es precisamente ese desdén por su programa electoral del que ha hecho gala el presidente del gobierno, lo que puede acabar llevando al PP no a una crisis, sino a un estrepitoso hundimiento. Por eso resulta, cuando menos, cómico, ver a políticos del PP preocupados por la deriva del PSOE tratando de ignorar el abismo que se está creando bajo sus pies.
En cualquier caso, a corto plazo, lo que está en juego es el destino que el PSOE decida escoger, y es evidente que puede dejarse llevar por uno de sus dos flancos, hacia el centro y la moderación, recuperando una política creíble, o hacia la izquierda ganando en imaginación y alegrías a las tendencias que surgieron, precisamente, cuando el programa izquierdista de Zapatero fue fagocitado por las arenas movedizas de la economía global. 
En España, hacer política es, todavía, hablar de nombres, y se interpreta que hablar de ideas es cosa de necios pretenciosos. No hay motivo para suponer que en el PSOE vaya a discutirse a fondo nada, pero que no quepa duda de que por detrás de las máscaras que se asoman al aquelarre de las primarias, por llamarlo de algún modo, está en discusión el futuro de la izquierda, y el de nuestra Nación. Como me he permitido la licencia de elogiar, en cierto modo, a Zapatero, me permitiré otra como coda final: Dios quiera que acierten.